El Museo de Arte Contemporáneo de São Paulo (MASP) está considerado el centro de arte occidental de Brasil o la institución con la colección de arte europeo más importante del Cono Sur. Es decir, hasta 2015, cuando llegó el actual director artístico, Adriano Pedrosa, la historia del arte en esta pinacoteca se contaba desde la perspectiva de Modigliani (con cinco obras), Van Gogh (tres piezas), Picasso (tres cuadros) o Gauguin (dos telas). La versión oficial, blanca y colonial. Hace ocho años tomaron la palabra los indígenas, los afrobrasileños y las mujeres. Antes de que la restauración y la descolonización se convirtiera en tendencia en el arte, el MASP ya había abierto el debate.
“Este museo es diverso, inclusivo y plural, y tiene la misión de establecer, de manera crítica y creativa, diálogos entre pasado y presente, culturas y territorios, a partir de las artes visuales”, se lee en un cartel. Y al entrar en la segunda planta, donde se despliega la colección permanente, ese objetivo se confirma: los primeros cuadros representan la lucha feminista, los protagonistas son afros y las artesanías rescatadas en vitrinas son creaciones de las poblaciones originarias de Brasil.
Todas son piezas de arte contemporáneo que el MASP ha ido adquiriendo en los últimos años por el vacío que había en una colección donde mandaban los clásicos varones europeos, a los que ahora se ha dejado espacio a partir de la mitad y hacia el final de la sala, con unas 200 obras expuestas. Son las piezas que en gran parte adquirió Pietro Maria Bardi, un coleccionista, periodista y marchante de origen italiano que en los años cuarenta, tras la Segunda Guerra Mundial, empezó a comprar obras de grandes artistas europeos “a precio regalado”, cuentan en una visita por el museo de la estrategia del que fue su director. Bardi pagó 40.000 dólares por El estudiante, de Van Gogh, y El conde duque de Olivares, de Velázquez, obras que a finales de los noventa, cuando murió, estaban valoradas en 30 millones de dólares. Otra gran parte de los fondos del museo proviene de colecciones de judíos que huyeron del nazismo camino de América.
Todas las piezas se exhiben en grandes paneles de metacrilato que se fijan sobre bloques de cemento, estructuras que ideó Lina Bo Bardi, la arquitecta que diseñó el edificio en 1947. Esta especie de grandes marcos se recuperaron en 2015 con la intención original de su creadora: cuestionar el modelo de museo tradicional europeo. Aquí parece que el arte se suspende en el aire, es móvil y maleable (las estructuras permiten que se reorganice la colección cada dos semanas), cada uno elige el recorrido que quiere hacer.
El MASP reescribe la historia del arte a partir de los artistas, pero también dinamita la museología lineal. Y tampoco cumple al pie de la letra con un recorrido cronológico, se empieza por el presente hacia el pasado “más blanco”, aunque con licencias.
Los marcos transparentes tienen otra función: permiten ver la parte de atrás de los cuadros, toda esa información que no muestran los museos tradicionales, donde las piezas cuelgan en paredes. Y es ahí, en las traseras, donde Pedrosa, siguiendo las directrices de Bo Bardi, ha colocado las cartelas. El efecto de tres dimensiones que pretende conseguir el MASP es el siguiente: en una vitrina se exponen dos figuras que representan al diablo en la cultura africana. El cristal permite ver al fondo el cuadro Rosa y azul o Las niñas de Cahen d’Anvers, de Renoir, donde se representa a dos pequeñas sonrientes. Una de ellas murió en el campo de exterminio de Auschwitz. El visitante primero verá las piezas africanas; detrás, el cuadro del pintor impresionista. Luego podrá leer toda esta información en las cartelas, que tendrá que buscar en la parte posterior. Y al final, tendrá otra versión de la historia.
El museo le volverá a invitar a la reflexión ante dos piezas colocadas en este caso una al lado de la otra. Está la versión idealizada de la muerte de una mujer indígena firmada por Victor Meirelles y, a su lado, la perspectiva crítica del artista y activista Denilson Baniwa, con un collage que representa la deforestación del Amazonas, sobre la que ha colocado la silueta de un indígena asesinado como si se tratara de la escena de un crimen.
Este es el año que el museo ha dedicado a las historias indígenas y en 2024 llegarán las de la diversidad sexual. Como recordaba Pedrosa en una entrevista en EL PAÍS, el museo ha acogido en sus salas arte indígena en muestras individuales o colectivas. Por eso no dudan en sacarle los colores a los grandes maestros. Uno de los dos cuadros de Gauguin del MASP, que representa a las mujeres indígenas de Tahití, dejará de colgar en esta sala en unas semanas para formar parte de una exposición con la que el museo quiere criticar la visión colonial que el pintor imprimió sobre estas comunidades.
Los que van a replantear esta perspectiva son los tres comisarios indígenas que el MASP incorporó en 2022. El nombramiento del trío refleja la creciente fuerza y relevancia del arte indígena en los museos, galerías y ferias de Brasil. La última Bienal de São Paulo, en 2021, puso especial mimo en invitarlos y concederles un destacado protagonismo. Este museo dio ese paso antes y trata de mantener un diálogo más fluido con sus compatriotas, no solo con los denominados grandes maestros.