Antonio Saborit: “¿Ves esta luz? ¡Hemos recuperado el drama del Museo Nacional de Antropología!”

Nota extraída del diario El País
Por Pablo Ferri

La boca abierta del perro, la mandíbula inferior desencajada, ajena al dueño, las costillas dibujadas en la panza y el lomo, una cordillera de vértebras viejas y exhaustas. “¿Qué necesitas para hacer eso?”, susurra Antonio Saborit, “¿qué hace falta para retratar ese dolor? Porque eso es dolor, es la agonía del animal. Está en los huesos ya, completamente descompuesto… Es perfecto”, dice. En la vitrina, el perro sostiene su mirada lítica, eterna. Es fácil imaginar la lluvia cayéndole encima, imaginar su tristeza desterrada, más allá de toda esperanza. El museo ya no existe, ni los visitantes, ni las voces. Solo la tristeza y el perro.

“Rufino Tamayo tiene perros así, Ricardo Martínez también”, dice Saborit, un torrente de información, inagotable, dueño de una pasión desconcertante, la pasión de aquellos que se pasan la vida trazando arcos y conexiones en su universo de saberes. Y el de Saborit es particularmente amplio, con paradas fijas en la última década del siglo XVIII, la segunda mitad del XIX y los años posteriores a la Revolución Mexicana, conocida en el país como la Decena Trágica, años preñados de tragedias y muertos y balaceras y seguramente muchos perros famélicos, moribundos, como ese de la vitrina, que duele mirar.

El dios del fuego Huehuetéotl es uno de los más antiguos en Mesoamérica. Esta pieza se localizó en el sitio Cerro de las Mesas, en el centro de Veracruz, entre 1940 y 1941.
Mónica González Islas

Saborit (Coahuila, 1957) ha llegado al animal después de dos horas y media de recorrido. El director del Museo Nacional de Antropología (MNA) contesta así una pregunta que le hacen a menudo, una cuestión sencilla y resultona, cuál de las más de 8.000 piezas que integran la colección expuesta del mayor museo de México es su favorita. Él ríe, juguetón, y dice que tiene muchas, menciona la piedra del sol –”el origen sentimental de la arqueología en México”–, pero al final llega al perro, parte de una colección de seres “tocados por el dolor”, por el que esta mañana de septiembre, gris, melancólica, siente una especial predilección.

No hay forma de aburrirse en un museo así, 45.000 metros cuadrados de exposiciones, rodeado de jardines, volcado sobre un enorme patio central, que domina una enorme fuente de concreto y acero, revestida de latón, obra, el latón, del genial muralista mexicano de mediados del siglo pasado José Chávez Morado. Lo del latón lo dice Saborit, que lo sabe todo aquí, pues ya son 11 años los que lleva al frente del museo. Porque desde lejos, El Paraguas, nombre de la fuente, parece hecho de concreto. El latón ha perdido brillo y el director asume que dentro de poco hará falta darle mantenimiento.

Museo Nacional de Antropología en la Ciudad de México, la sede del actual del Museo Nacional de Antropología, fue inaugurada el 17 de septiembre de 1964.
Mónica González Islas

A punto de llegar a la edad de jubilación, el museo tiene “achaquitos”, cuenta medio en broma Saborit. Luego aclara que en realidad está en muy buena forma. Los trabajos de impermeabilización de las azoteas duraron años, pero concluyeron con éxito. Los grandes robos parecen cosa del pasado, también los pequeños. El único problema reciente que recuerda el director fue un riachuelo pluvial que nació en uno de los jardines, se coló al sótano y medró hasta llegar al archivo, sin consecuencias graves. “Ya solucionamos el problema en origen”, dice, serio, Saborit.

Así que la celebración se impone como motivo principal de esta charla, si el perro lo permite. El museo cumple 60 años en unos días y aunque no es una cifra exacta, 50, 25, 100, se antoja una excusa perfecta para pasear por las salas mexica, maya, de introducción a la antropología, a Mesoamérica… Ir con el director tiene sus ventajas, la primera y principal, la discrecionalidad del guía, que conduce desordenadamente, obedeciendo impulsos que nacen de la conversación, pero que no tienen que ver necesariamente con ella.

Pero antes que nada, la luz. Tiene una fijación, Saborit, con el milagro físico de la luz, la certeza eléctrica de los leds, que golpean piedras labradas hace cientos y miles de años. “Le pedí recientemente a un colega que ha iluminado teatro toda la vida, que me ayudara a recuperar el drama del museo. Y esto que ves es obra de eso, ¡la hemos recuperado!”, explica. ¿Quería drama, para un museo de antropología? “¡Es que estaba mal iluminado!”, insiste, “Como carnitas, focos de carnitas… No tenía nada y ahora ya hay zonas de luz y sombra”, cuenta.

La conversación sobre la luz ocurre en la sala de introducción a la antropología, de las menos concurridas. Muchos de los visitantes del museo, más de dos millones al año, llegan con una idea fija: aztecas y mayas. Cualquiera que conozca el espacio sabe que recorrer dos salas, especialmente esas dos, puede resultar suficiente para una vida entera. Solo la sala mexica, con su piedra del sol, y sus coatlicues y su piedra de tizoc, cuenta más de 2.000 objetos. Verla entera es agotador. Ver todas las salas del museo en un día resulta directamente imposible.

El fontanero coleccionista

La inauguración del Museo Nacional de Antropología fue un hito del sur global, antes incluso de que el término existiera. Grandes colecciones de objetos de las culturas precolombinas o del antiguo Egipto volaban de subsuelos remotos a las vitrinas de museos europeos. En la década de 1960, apenas se desperezaba un debate, ahora central en la museología, que reflexiona sobre la lógica de mostrar en Londres parte de la historia de la vieja Mesopotamia. De mostrarla como algo propio, requisado, saqueado. El MNA era una muestra de fuerza: lo que aquí fue, aquí se queda. Ningún otro país en América Latina tiene un museo así.

Antonio Saborit, en el patio central del Museo Nacional de Antropología.
Mónica González Islas

Encima del esqueleto de un mamut, todavía en la sala de introducción a la antropología, Saborit evoca la inauguración. Él era un escuincle, tenía siete años, pero ha tenido tiempo de estudiar. “Salvador Novo hizo la guía de la sala mexica, la guía de visitantes. Bueno, él, que luego fue cronista de la ciudad y demás, escribió una crónica cuando se inauguró el museo y ahí cuenta que todo el viejo museo nacional, el que había en la casa de la Moneda, cabe en la sala mexica”, cuenta, para dar una idea de los tamaños que se manejan aquí.

Al principio, la gente no llegaba al museo. Era un lugar extraño, enorme, “mucho mármol, mucho vidrio, mucho aluminio”, dice Saborit, obra de un hombre, Pedro Ramírez Vázquez, que en la vida construyó algo mediano. Además del museo, Ramírez Vázquez, arquitecto del régimen, construyó el Estadio Azteca y la Basílica de Guadalupe, entre otros. “Lo hizo así tan grande para que los niños pudieran correr”, explica Saborit, “era la idea original”. Pero los niños no corrían porque sus padres, que quizá sí eran habituales del bosque de Chapultepec, contexto del museo, no les llevaban. “La gente del museo empezó a trabajar para atraer a la gente. El museógrafo Mario Vázquez inventó La Casa del Museo, una casita de metal, desmontable, que llevaban a los barrios, y en ella se exhibían réplicas de lo de aquí, para invitar a la gente a que viniera”, narra Saborit.

La Casa del Museo recuerda un poco a una cruz atrial, herramienta de la que echaron mano los frailes del siglo XVI para evangelizar a la población mesoamericana. La gente no entraba a las pequeñas iglesias que construían los frailes. Quizá era porque sus rituales se llevaban a cabo en exteriores y no les parecía eso de esconderse para orarle a un dios extraño; o quizá por algo más práctico, evitar enfermedades y epidemias. Fuera por lo que fuera, los frailes consagraban la plaza frente a la iglesia con una cruz y daban misa en el atrio. Con el paso de los años, el mestizaje y las medicinas, las cruces atriales perdieron el sentido. Lo mismo pasó con la Casa del Museo, buena noticia para el MNA.

El Relieve de Placeres, monumental friso que hace 54 años que fue robado y cortado en Campeche, México para ser vendido en Nueva York.
Mónica González Islas

El año que viene se cumplen 200 del papá del museo, el viejo Museo Nacional, que nació en 1825, en una casona aledaña a lo que hoy es Palacio Nacional. Debió ser una época curiosa, además de violenta. La arqueología era una frivolidad de las élites. A nadie le importaba el pasado. O a casi nadie. “Lo que era entonces Ciudad de México tenía un fontanero, que se encargaba del drenaje”, cuenta Saborit. “Y claro, encontraba de todo. Cuando Lucas Alamán [ex canciller] queda de encargado del museo, llama a este fontanero y le dice, ‘oiga, esas piezas que tiene usted, mándemelas”.

Al parecer, el fontanero envió las piezas, 18 en total, origen de la enorme colección que hoy tiene el museo, en total más de 250.000, la gran mayoría en bodegas. Saborit cuenta esta historia del fontanero en la sala mexica, junto a una enorme serpiente emplumada, la pieza más destacada del plomero decimonónico. “En su descripción, el fontanero decía, ‘es una serpiente con melenas’. Ja, ja, no sabían, no sabían”, dice, divertido, Saborit. Su plan ahora es rescatar esta y las otras 17 piezas originales y armar una exposición. “Fantástico, ¿verdad?”, cuenta.

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