Medellín quiere acabar con el mito de Pablo Escobar: demolida su casa museo

Nota extraída del diario El País
Por JUAN DIEGO QUESADA

En la entrada te recibía Roberto Escobar, un hombre casi ciego calado con una gorra roja, unas gafas finas cuadradas y la camisa metida dentro del pantalón: “Bienvenido, esta es su casa”. Después de pagar 50 dólares en una pequeña oficina, su exesposa, una reina de la belleza de los años noventa, te guiaba por las habitaciones de la casa. Te topabas con un retrato de Pablo Escobar junto a Vito Corleone, el gorro de pelo moscotiva que lució durante una visita a Moscú, el coche de Bonnie y Clyde que compró en una subasta, un escritorio con mecanismos para esconder armas, un campero blindado que permitía disparar desde dentro, el cuadro de Terremoto —un caballo de paso fino que le castraron sus enemigos—, una moto acuática, un billete gigante de 500 dólares como glorificación del dinero. La mansión era un homenaje involuntario a lo kitsch y lo retro, pero además era un lugar de culto al mayor criminal de la historia de Colombia.

Hay que hablar de ella en pasado porque el Ayuntamiento de Medellín ha logrado que la Casa Museo de Pablo Escobar sea demolida. En la mañana de este lunes, 50 funcionarios se presentaron con excavadoras para tumbar la edificación, pero se encontraron con que Roberto, el hermano mayor de Pablo, se les había adelantado. Una caja fuerte fue lo único que quedó sobre el terreno baldío. Un juez había ordenado su desaparición al no contar con un permiso municipal para una construcción de dos plantas. Sin embargo, todo el mundo sabe que no se trata de un asunto urbanístico, sino del interés de las autoridades por acabar con los narcotours, las visitas guiadas a los turistas por las casas donde vivió Escobar, los lugares en los que cometió atentados y hasta por el cementerio donde está enterrado.

El lugar donde se encontraba el museo está enclavado en la Loma del Indio, en el barrio del Poblado de Medellín. Un portón, que restringe el paso, luce una fotografía de la avioneta con la que Escobar transportó su primer cargamento de cocaína. Ese camino lleva a una casa, en la que vive Roberto. Han demolido el museo, que estaba adjunto, pero su vivienda sigue en pie. A él la DEA lo identificó como el número dos del cartel de Medellín, el grupo de narcotraficantes liderado por Pablo que inundó de cocaína Estados Unidos y que, después, cuando querían extraditar a sus miembros, entraron en guerra con el Estado colombiano. Roberto ejercía de contador, ideó que la mejor forma de contar esas enormes cantidades de dinero era pesándolo en una báscula.

A diferencia de su hermano Pablo, que se escondió de las autoridades hasta que lo mataron en el tejado de una casa, Roberto se entregó dos veces a la justicia, no encontraba ninguna heroicidad en la muerte. Las paredes del museo estaban repletas de fotos de personajes muertos violentamente: Pinina, Tayson, el propio Pablo, hombres que antes de morir acabaron con la vida de cientos de personas. Él ha llegado a la vejez, ha cumplido 75 años, pero no ha salido indemne. Durante una de sus estancias en prisión recibió una carta bomba que al explotar en su celda lo dejó sin visión. Sus ojos azules se volvieron grises, una fina película transparente los recubre ahora. Cada poco, mientras saludaba a los turistas, se sacaba del bolsillo un lubricante de lágrimas artificiales con las que se humedecía las cuencas. A menudo se olvida que antes de dedicarse al crimen, Roberto fue un ciclista destacado al que llamaban El Osito porque en una ocasión llegó a la meta cubierto de barro y el locutor de radio, al no reconocerlo, dijo “ahí llega un oso”. Corrió varias vueltas a Colombia y ganó una medalla de oro en una competición en Panamá. En ese tiempo Pablo era un niño y sus compañeros de colegio también empezaron a llamarlo Osito. Después se cambiaron las tornas, y será Roberto el que pase a la historia como el hermano de Pablo, uno de los gánster más célebres que han existido.

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