por Víctor Vich y Alexandra Hibbett
Articulo Original: “The Political Art of Memory in Latin America”. With Alexandra Hibbett. The Routledge Companion to Twentieth and Twenty-First Century Latina American Literary and Cultural forms. Edited by Guillermina De Ferrari and Mariano Siskind. London: Routledge, 2023. 105-113.
Introducción
En América Latina, la memoria ha devenido un paradigma central para la producción, la circulación, el consumo y la valoración no solo de diferentes discursos políticos, sino también de objetos simbólicos. Como nuevo campo de producción cultural, busca tener un impacto social a partir de la representación de pasados violentos: dignificar a las víctimas, abordar el trauma, hacer el duelo, enfrentar el autoritarismo, profundizar la democracia, promover los derechos humanos y conseguir nuevas condiciones para la justicia social. Hoy la memoria es entendida como un campo de disputa, vale decir, como un terreno de lucha en el que prácticas, discursos y simbolizaciones diversas compiten por instalar un nuevo imaginario social. Esta concepción de la memoria como siempre incompleta y abierta se enfrenta a todo tipo de narrativas heroicas, discursos triunfalistas y prácticas negacionistas que pretenden cerrar y totalizar la historia vivida.
Lo que Huyssen, Whitehead y otros han denominado el “boom” de la memoria es observable en casi todos los países de América Latina. Podemos decir que responde a tres dinámicas. Primero, el auge internacional de los derechos humanos y de los procesos de justicia transicional que consiguieron fomentar la creación de varias “Comisiones de la verdad”, y lugares de memoria. Estos espacios visibilizan cómo los estados nacionales no solo fueron incapaces de controlar las complejas situaciones de violencia, sino cómo los agentes del estado fueron o se convirtieron en perpetradores violando sistemáticamente los derechos humanos. Segundo, las demandas de las organizaciones sociales y de víctimas que encuentran maneras eficaces de contar lo sucedido y exigir reparaciones. Y tercero, la reconfiguración de ciertos intelectuales que suspendieron la militancia y se recolocaron como académicos o como activistas en derechos humanos.
Diversas iniciativas de memoria han insistido en que la violencia estatal en América Latina ha sido una consecuencia extrema del permanente fracaso en construir comunidades más justas, donde las diferentes identidades se relacionen en igualdad de condiciones. Pero pese a esta similitud, las condiciones de la violencia política han sido muy distintas en el continente y sus diferencias se reflejan en las memorias culturales de cada país. La violencia política ocurrida en Chile, Argentina, Uruguay y Brasil, donde el “terrorismo de estado” marcó las violaciones de los derechos humanos, contrasta con la de contextos como el peruano, por ejemplo, donde un grupo fundamentalista se enfrentó directamente a la población y donde el Estado respondió de la peor manera. En Guatemala y El Salvador, por otra parte, la violencia estuvo fundamentalmente dirigida a las comunidades indígenas, mientras que el caso colombiano es extremadamente singular no solo por su larga duración, sino por el accionar, complejo y descentrado, de muchos actores: guerrillas, fuerzas armadas, paramilitares, narcotráfico, entre otros. Si de tiempos largos se trata, resaltan la dictadura de Rafael Trujillo en la República Dominicana (desde 1930 hasta su asesinato en 1961) y la de Alfredo Stroessner en el Paraguay (1954-1989). Hablar de memoria en América Latina supone, entonces, prestar atención a las diferencias contextuales, pero también a los hilos que conectan esta heterogeneidad.
Si bien el discurso sobre la memoria ha movilizado a una parte del sector político y a distintas agrupaciones de activistas a favor de procesos judiciales importantes, lo interesante radica en cómo, con gran dinamismo, el sector cultural ha levantado esta bandera como un instrumento para el cambio social. En casi todos los países, la producción de representaciones simbólicas que invitan a recordar la violencia no solo ha sido abundante sino, en muchos casos, decisiva para establecer ciertas agendas políticas. Películas, documentales, poesía, novelas, intervenciones visuales, performances, teatro, música y memoriales han venido cumpliendo en América Latina una función social y estética que intenta renovar el discurso político en el continente.
Las obras que aquí nos interesa comentar como ejemplos de muchas otras más (que han sido consumidas y discutidas después de los conflictos violentos) han sido muy importantes en la construcción de una nueva memoria colectiva, se encuentran en disputa para cambiar los lenguajes hegemónicos, abrir nuevas visibilidades políticas y proponer estrategias inéditas de simbolización de la vida colectiva. En lo que sigue, discutiremos las principales problemáticas que esta producción cultural ha puesto en discusión: el rol de las víctimas, las complejas dinámicas del trauma y del duelo, y la defensa de los derechos humanos como vía hacia una mayor democratización social. Luego, indagaremos las nuevas voces que surgen actualmente en esta producción, y como cierre, haremos un balance crítico de las posibilidades y peligros de su futuro en el continente.
Víctima
La víctima irrumpió súbitamente en la esfera política latinoamericana como un nuevo actor social. Más allá de constituirse como una prueba del horror de la violencia, la víctima es el signo de una falla estructural bajo el modelo poscolonial de nación que no ha logrado construir sociedades justas y sin exclusiones. Su aparición en la esfera pública, por tanto, ha sido decisiva para impulsar nuevas constituciones, políticas públicas, promoción de derechos de humanos y reparaciones diversas.
En América Latina, las víctimas no solo han salido a las calles, sino que, además, un sinnúmero de representaciones simbólicas, producidas por ellas o por otros, han difundido sus voces antes silenciadas. El surgimiento del “testimonio” fue clave en este proceso. Resulta claro que esta nueva forma discursiva retó a los géneros literarios tradicionales y erosionó a la “ficción” como la categoría central de la literatura en tanto cumplía, simultáneamente, funciones simbólicas y políticas. Tejas verdes (1974) del chileno Hernán Valdés, marcó la pauta de lo que harían muchos otros testimonios en América Latina: narrar lo que la historia oficial deja de lado y mostrar cómo la violencia reduce la víctima a su cuerpo y la desubjetiva cruelmente. El testimonio es un acto de reconstitución que cuestiona el rol del Estado y pone a la víctima en primer plano como nuevo actor social, visibilizando. Su función social contribuyó a hacer notar el limitado el acceso de algunos grupos a la representación en la esfera pública.
Por su valor de prueba, por su capacidad para ampliar la empatía comunitaria, y por su inagotable poder de sugerencia ante lo irrepresentable del horror, las fotografías también han sido decisivas en el continente. Es muy curioso, pero a pesar de su ascetismo, la foto-carnet, utilizada desde un primer momento por las madres de la Plaza de Mayo, se convirtió en la imagen (y el arma) más contundente para denunciar sobre las desapariciones forzadas. La exposición Yuyanapaq, en el Perú, fue un hito en todos estos sentidos: su estrategia curatorial expuso cómo la violencia era indesligable de la exclusión social de grandes poblaciones principalmente rurales e indígenas.
Muchos testimonios han sido tomados como fuentes para representar la experiencia de las víctimas dentro de ficciones que tienen como principal objetivo instar una reacción empática en públicos hasta ese momento indiferentes. Desde la ficción, la novela Los ejércitos (2007) del colombiano Evelio Rosero construye una contundente representación de la violencia desde la mirada desconcertada de la víctima. Desde esta perspectiva, el conflicto es una caótica suma de fuerzas incomprensibles. No percibe ningún discurso ideológico de ninguno de los bandos. La víctima es testigo de la degeneración total de la vida comunitaria, y también lo sufre en carne propia. La novela deja en claro la responsabilidad de múltiples actores: la guerrilla, el ejército, los narcotraficantes, los paramilitares, el gobierno civil corrupto, y la iglesia paralizada por el miedo.
Ahora bien es necesario sostener que, la centralidad dada a la figura de la víctima también ha tenido desventajas tanto en sus reivindicaciones políticas como en el propio discurso sobre la memoria: por un lado, el binario víctima-perpetrador ha obstaculizado, en ciertos sentidos, la comprensión histórica de hechos muy complejos, y por otro, muchas veces la víctima ha quedado inserta dentro de viejas prácticas tutelares que han estructurado, durante largo tiempo, las relaciones sociales en el continente. Así, muchas representaciones han tendido a crear la imagen de una ‘víctima pura’, sin agencia, que no da cuenta de las luchas que protagonizaron antes, durante y después de los conflictos, ni tampoco de las ‘zonas grises’ en las que muchos actuaron. Por otra parte, el Estado ha promovido su simple inclusión en instituciones que han sido constituidas sin su participación, y sin contemplar su diferencia cultural o sus propios proyectos políticos.
De todas formas, la presencia de las víctimas y sus diferentes representaciones han sido fundamentales para activar judicializaciones, reparaciones y cambio en los lenguajes estéticos y simbólicos. Sin duda alguna, es a través del activismo en torno a casos concretos de víctimas que se ha logrado la encarcelación de muchos perpetradores, incluyendo expresidentes nacionales.
Trauma
Frente al trauma –aquel efecto de una violencia que supera los límites de lo representable y pensable, y que mantiene fuerza destructiva después de los hechos–, la representación simbólica cobra un rol esencial. De hecho, muchas representaciones en América Latina han insistido en marcar lo insuperable del pasado violento, volviéndose signos de una negatividad o una falla permanente. Los intentos de representar el trauma son un constante recordatorio de los límites de todas las reparaciones posibles. El trauma tiene una temporalidad distinta, donde el pasado no ‘pasa’, donde existe algo que nunca se asimila del todo.
La película argentina La historia oficial (1985) fue muy importante en tanto da cuenta de la estructura del trauma.vi En ella, Alicia es forzada a reconocer, no solo lo ocurrido en su país, sino su propia responsabilidad: ella es cómplice de la adopción de una niña robada a militantes asesinados por la dictadora. Es cierto que durante el momento de los hechos ella no estuvo en capacidad de reconocer lo que ocurría, pero cuando lo hace es ya demasiado tarde. En esta película, el horror de lo sucedido no es directamente representado; este trauma-irrepresentable se insinúa en pequeñas interrupciones y guiños que siempre desembocan en una crítica a la familia burguesa. En esta película el trauma no solo denuncia la violencia pasada, sino también el status quo del presente.
En distintos tipos de representaciones, ha sido claves lo que podríamos llamar una “estética de la negatividad”—es decir, aquella que apuesta por la falla, el silencio, el fracaso de la representación misma—para visibilizar y politizar el trauma. En esta línea, los libros Carta abierta (1980) y Carta al hijo (1995) de Juan Gelman, instala la representación del trauma en la poesía que luego se verá radicalizado en el poema “Cadáveres” de Néstor Perlonger, escrito en Argentina cuando comenzaban a aparecer los cuerpos de los desaparecidos, utiliza una estética negativa para denunciar aquello que el discurso oficial negaba. Su estrategia consistió en tomar una conocida frase de los noticieros—“hay cadáveres”—para repetirla hasta el delirio y así escarbar en los intersticios de la lengua oficial, insistiendo en lo que esta suele negar permanentemente. Durante la dictadura de Pinochet en Chile, la escena de “avanzada” realizó diferentes intervenciones que se situaron en los márgenes de toda institucionalidad existente (política y artística) para proponer, desde ahí, símbolos de imposible representación y de franca resistencia social. Ya sea mediante la escritura (Eltit), la performance (Leppe), la fotografía (Altamirano, Dittborn) y la intervención del espacio público (CADA, Rosenfeld), estos artistas intentaron dar cuenta de lo traumático del Golpe de Estado, interrumpiendo la cotidianidad para desafiar consensos establecidos.
En la misma tradición, Regina José Galindo, artista guatemalteca, realiza permanentemente desgarradoras performances donde ella misma se hace públicamente vulnerable a violencias diversas sufridas por los indígenas mayas guatemaltecos, que fueron, por mucho tiempo, sistemáticamente ignoradas por el discurso oficial de las clases altas de ese país. Sus performances –registradas en la prensa o viralizadas en redes sociales–, siempre fuerzan a sus audiencias a confrontarse con el trauma y a asumir el rol de testigo.
Muchos artistas han optado por representar el trauma a partir de las dinámicas del duelo. Si el trauma implica un proceso de desubjetivización, el duelo es, por el contrario, un intento de resubjetivación, de elaboración y procesamiento. De hecho, la poesía de Raúl Zurita puede leerse en ese sentido. Sus estrategias retóricas (metáforas espaciales, rupturas sintácticas, verbos dinámicos, uso de personas gramaticales diferenciadas, fragmentación del poema, descomposición del enunciado, coralidad y tono profético) bordean el trauma, pero le ofrecen una respuesta. Esta es, en efecto, una poesía que desmonta el discurso “coherente” de la nación, pero también resignifica la vida colectiva y construye una mirada redentora a la historia. De manera asombrosa, en los versos de Zurita, el individuo se convierte en comunidad y el arte recupera una dimensión mítica.
Como explica LaCapra (2008), el duelo refiere al proceso por el cual se logra aceptar recuerdos reprimidos para liberarse de los traumas en los que el sujeto se halla atrapado. Se subraya que ciertas iniciativas culturales (compartidas, sostenidas en el tiempo, auto-reflexivas y críticas) ayudan a salir de la repetición y a producir cambios sociales. En este sentido, por ejemplo, pintar diez cantutas (flores andinas que representan a estudiantes universitarios asesinados por militares) en el mismo lugar del Perú donde fueron ocultados sus cuerpos, constituye un acto de duelo: la inscripción simbólica de la muerte dentro de una ritualidad pública y solemne. Estos dibujos de Ricardo Wiesse fueron un símbolo que dio forma a lo perdido y lidió con el dolor, pero también fueron un pronunciamiento público en contra de la impunidad en el Perú (Vich: 2016).
En el mismo sentido, la obra de la escultora colombiana Doris Salcedo ha estado guiada por un terco objetivo: representar la pérdida y hacer duelo. Sus imágenes, siempre cargadas de un silencio perturbador, señalan un dolor ajeno que se ha hecho propio. Todos sus símbolos parten de algo dislocado de la cotidianidad y emergen como huellas de historias olvidadas. Sus instalaciones en las calles de Bogotá (y en muchas ciudades del mundo) revelan los efectos de la violencia, pero, al mismo tiempo, buscan reconstruir el tejido social mediante el acto comunitario. Obras últimas como “Plegaria muda” (mesas dispuestas como ataúdes de las que emergen pedacitos de pasto) ofrecen un intenso símbolo sobre la posibilidad de reconstruir la vida luego de la violencia.
Digamos entonces que los objetos culturales latinoamericanos han representado lo traumático a fin de hacer de él una política. Al insistir en la negatividad de una violencia que no cesa (en la imposibilidad de representación) o al abocarse en el intento por hacer duelo (elaborar, restaurar y resubjetivizar) están cumpliendo una función política decisiva. Podemos decir, en última instancia, que los primeros funcionan como una crítica a la noción de tiempo lineal y homogéneo que desestabiliza las narrativas oficiales (heroicas, triunfalistas) y que cuestiona las pacificaciones superficiales o los inocentes programas de reparación. Los segundos, por su parte, se abocan a construir símbolos que permitan elaborar y procesar el dolor, o, mejor dicho a recolocarlo en otra cadena significante en aras de construir rutas hacia un nuevo futuro.
Democracia
La producción cultural de la memoria ha estado vinculada a los movimientos sociales, aunque sus articulaciones son siempre variables. Aun cuando no es claro que ambos lleguen a constituir un todo unificado, cada sector ha marcado, de alguna manera, las condiciones de posibilidad del otro. Junto con el feminismo, la memoria es un campo donde actualmente se articulan actores estéticos y políticos: preocupaciones teóricas y estéticas confluyen con iniciativas políticas y movimientos sociales organizados. Una muestra muy importante de esto son los lugares de memoria que se han multiplicado en todo el continente y que funcionan como un dispositivo para forzar a los Estados a asumir una responsabilidad ante lo sucedido y de luchar por la democratización social.
Estos lugares son de diferentes tipos: por un lado, están aquellos que fueron escenarios de la violencia, como Villa Grimaldi (un centro de detención en las afueras de Santiago), el Memorial de Resistencia (Memorial da Resistência) de São Paulo y el monumento Tortura nunca mais (Tortura nunca más) en Recife, Brasil, o ESMA y el Parque de la Memoria en Buenos Aires. Por otro, están los que han sido creados con el fin de hacer-recordar el pasado, el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos de Chile, el Museo de la Memoria (MUME) y el Memorial de recordación de los detenidos desaparecidos en Uruguay o el LUM (Lugar de la Memoria y reconciliación social) en el Perú. Fuera de las capitales, los lugares de memoria continúan multiplicándose al interior de las provincias y pueblos de todo el continente. Todos ellos funcionan como interrupciones a la temporalidad homogénea de un presente indiferente. Todos ellos insisten en duelos irresueltos y en cierta permanencia de los conflictos.
Al mismo tiempo, muchos colectivos han intervenido el espacio público para mostrar el horror de lo sucedido. Se acercan a transeúntes y les interpelan: ‘¿Sabe usted que vive al costado de un torturador? ¿Sabe usted que mientras cocinaban milanesas había personas que estaban siendo torturadas en estos campos?’. La agrupación H.I.J.O.S comenzó a tener gran impacto en la Argentina de principios de siglo a través de la ocupación performativa de lugares públicos. Conocidos como ‘escraches’, estos eventos (por lo general organizados cerca de la casa de un torturador) visibilizan el trauma colectivo, y exigen castigo y reparación. Sus acciones carnavalescas han contribuido a renovar el activismo político, así como las técnicas de transmisión de memoria de una generación a otra.
Si bien la gran mayoría de las obras de memoria producidas en el continente asumen una mirada nacional, la obra de Alfredo Jaar tiene el mérito de conectar lo sucedido con dispositivos de dominación y poder a lo largo de todo el mundo. Sus instalaciones suelen realizarse en espacios públicos y siempre consiguen una importante repercusión mediática. Jaar ha simbolizado desde el genocidio en Ruanda, pasando por los clandestinos sitios de tortura en Afganistán y Tailandia hasta la discriminación de los migrantes en distintas ciudades de Europa y de los Estados Unidos. “Geometría de la consciencia” (2010), obra que puede verse en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos en Santiago, es una en la que, mediante un juego de luz y oscuridad, emergen sobre la pared de un cuarto subterráneo, las siluetas blancas de 500 personas desaparecidas durante el golpe militar chileno, creando un efecto de infinitud.
Muchos colectivos teatrales también han trabajado para acompañar luchas de memoria. Por más de 50 años consecutivos, el Teatro La Candelaria no solo renovó la dramaturgia colombiana sino, sobre todo, elaboró artísticamente la última historia del país en muchas obras de creación colectiva. En esa misma línea, el grupo Yuyachkani se ha constituido como el referente más importante del teatro peruano actual a partir de mostrar los principales antagonismos del país y construir una narrativa alternativa, apropiando viejos y nuevos símbolos culturales. Este grupo ha llevado sus creaciones a las calles muchas veces para acompañar procesos de memoria como el de la Comisión de la Verdad y Reconciliación en el Perú.
Estos ejemplos dan cuenta de cómo en América Latina el estudio de la memoria implicar reconocer la articulación de varios tipos de actores que se mueven simultáneamente entre lo artístico, lo político y lo académico. Quizá un ejemplo extremo de aquello sea Nostalgia de la luz (2010), documental de Patricio Guzmán, reflexiona sobre esta articulación entre actores muy diversos mediante un contrapunto lírico entre las historias desconocidas de restos de cuerpos encontrados en el desierto Atacama (producto de la dictadura) y las observaciones astronómicas que, sobre el origen del universo, se realizan ahí mismo con potentísimos telescópicos. Las escenas juegan a contrapunto entre madres y familiares que buscan algo dentro de la tierra y científicos que miran fuera de ella. Lo local y el cosmos, el espacio y el tiempo, lo político y lo metafísico entran en diálogo en secuencias que dan cuenta de cuerpos que no retornan y de preguntas que no se acaban.
Nuevas voces
En un inicio, fueron las víctimas, algunas organizaciones de la sociedad civil y los colectivos artísticos los que, ante el rechazo o desinterés del Estado, fueron los principales actores de la memoria. En un segundo momento, otros actores han ido creando un espacio para proponer sus propias experiencias en el foro público. Por un lado, políticos, militares y diversos grupos de poder ha comenzado a apropiarse de algunos tropos y estrategias de la memoria para dar una versión de los hechos desde sus propios paradigmas e intereses. En Centroamérica, muchos ex guerrilleros o escritores que participaron en gobiernos luego de la violencia, han escrito memorias que se diferencian del testimonio por su carácter extremadamente individual, porque no se producen desde la subalternidad, y por un distanciamiento crítico frente a su rol como militantes en el pasado. Han sido famosos los textos de Ernesto Cardenal, Gioconda Belli, Sergio Ramírez y Humberto Ortega. Por otro lado, la generación de hijos, tanto de víctimas como de perpetradores, han comenzado a producir discursos altamente renovadores, de estructuras retóricas nuevas que desconciertan las formas ya clásicas de la memoria cultural.
Además, se reconoce cada vez más que la violencia tiene una marcada dimensión de género. Si bien en un inicio la mayoría de obras retrataban el pasado desde una mirada masculina que hacía difícil pensar el rol del género, hoy cada vez más iniciativas reconocen no solamente el hecho de que las mujeres sufren violencias particulares durante los conflictos (como violencia sexual, maternidad forzoso, robo de niños, cautiverio, esclavitud, aborto obligado), sino que toda la lógica de la violencia está íntimamente relacionado con ideas muy arraigadas sobre la virilidad, la heteronormatividad y el rol de la mujer. Actualmente, varias obras de memoria desnaturalizan los discursos machistas que sustentaron muchos crímenes y abusos. Un ejemplo de esto es Roza tumba quema (2018), novela de la salvadoreña Claudia Hernández que, desde una perspectiva femenina, visibiliza el impacto desigual de la guerra sobre varias generaciones de mujeres a la vez de revelar lo que conecta estas violencias con el lugar social que siempre es otorgado a la mujer.
En cuanto a las nuevas generaciones, estas han tendido hacia la auto-ficción y hacia una experimentación discursiva híbrida, múltiple, y heterogénea. El documental Los rubios (2003), dirigida por Albertina Carri, hija de desaparecidos, desestructura la idea de una verdad unívoca, inclusive del lado supuestamente emancipador y revolucionario. Realizando entrevistas sobre sus padres, mezclados con episodios de animación stop-motion, y mostrando las discusiones de la directora con el equipo de producción de la película, se renuncia a la idea de recuperar el pasado totalmente, y se opta por el gesto lúdico y estético (desprovisto de cinismo) para afrontar con creatividad un duelo complejo. La película acepta la imposibilidad de conocer toda la verdad, y así la memoria deja de ser regido por las nociones de culpa e inocencia, y se encuentran nuevas herramientas para lidiar con el futuro.
Dos textos peruanos también destacan en este sentido: los de José Carlos Agüero y Lurgio Gavilán. El primero, titulado Los rendidos (2015), es un texto cuyo descentramiento discursivo (mezcla de testimonio y ensayo académico) da cuenta de los múltiples ángulos desde los que aún falta abordar la violencia política. Se trata del testimonio de un hijo de terroristas en el cual se desestabiliza la noción de víctima como ‘inocente’. El autor censura a sus padres y se distancia de cualquier ideología fundamentalista, sin por esto dejar de denunciar el horror de las prácticas del Estado. El segundo, Memorias de un soldado desconocido (2012), rompe con varias narrativas establecidas en tanto cuenta cómo él mismo ocupó varias posiciones a lo largo de la violencia: como miembro de Sendero Luminoso primero, como soldado, luego como religioso y, finalmente, como el antropólogo que decide contar su propia historia.
Reflexión final
Uno de los peligros más evidentes en la disputa por la memoria en todo el mundo se hace visible a partir de lo que Rancière ha llamado ‘el giro ético’, una perspectiva que se concentra en entender a los actores solo como simple “víctimas” y a los intentos de cambio social y revolución como puras “catástrofes” que ahora solo deben habitar en el pasado y nunca en el futuro. Se trata de un tropo que neutraliza toda opción por la transformación social y que apela, en última instancia, a la tutela. Bajo este paradigma, la ética comienza a sustituir a la política y el pasado (y el presente) terminan siendo despolitizados, reduciendo las posibilidades del futuro a meras reformas enmarcadas al interior del consenso liberal.
Es en ese sentido que algunos han notado cómo la memoria termina siendo una estetizada forma de olvido, y otros han subrayado la importancia de no dejar de vincularla con acciones colectivas por el cambio político.xv Digamos que este problema (teórico y político) consiste en haber comenzado a tratar el pasado como ‘memoria’ y no como una ‘historia’ cargada de antagonismos y luchas políticas. Muchos insistimos en afirmar que la memoria no puede ser un puro ideal ético, sino un discurso inserto en luchas políticas de largo aliento.
En suma, el peligro de la memoria en América Latina reside en que puede terminar promoviendo una propuesta mucho más defensiva que propositiva y que sus luchas y propuestas terminen por situarse al margen de todo riesgo político. Hay que insistir que las relaciones económicas, tan importantes en la determinación de las injusticias sociales, no pueden quedar al margen de la discusión de la memoria. Hoy nos queda claro que el actual consenso neoliberal en América Latina no solo agrava las condiciones sociales, sino que no tiene las manos limpias, pues ha sido producto de la represión y la violencia. La memoria no puede dejar de insistir en la producción de un nuevo proyecto político más allá que el simple recordar. Sin duda, uno de los grandes traumas que hemos heredado en América Latina es el fracaso de grandes (y urgentes) proyectos de transformación social.